Los villarcayeses entrados en años recordarán el Café de doña Engracia en Villarcayo, también conocido como Café Villanueva. Fue durante muchos años lugar de encuentro y conversación de muchos de los vecinos de este bello pueblo, capital de Las Merindades de Castilla. Aquí se tomaba un buen café y se podía acompañar con los ricos dulces que preparaba doña Engracia, al tiempo que se comentaban las últimas novedades locales y las grandes noticias de la política provincial y nacional. Y aquello no solo era un café.
Por Maríbel González del Pino Villanueva.
Doña Engracia regentaba también una tienda en la que se podían comprar toda clase de productos ultramarinos: legumbres, que se despachaban a granel en sacos, embutidos de Villarcayo, salazones, conservas, encurtidos, condimentos y especias; café, vino y licores. También chocolates y, en grandes tarros de cristal, caramelos de todos los colores que tenían una gran atracción sobre los niños. Y muchos más artículos de uso cotidiano.
El café y la tienda estaban situados en la planta baja de una amplia y típica casa villarcayesa de dos plantas, la casa de Julio López Linares, que ya no existe. Una casa de blanca fachada con tres típicos miradores norteños, con solana, patio con horno y cuadra en la trasera. En la planta alta había tres viviendas, ocupadas por la familia de doña Engracia y por otras dos familias. Ocupaba un lugar estratégico en una esquina de la Plaza, en el número 20, en donde ahora se alza un edificio moderno. La fachada lateral de la casa daba frente a la fachada norte de la antigua iglesia parroquial del s. XVIII que, desgraciadamente, se derribó en la época del desarrollismo español y se sustituyó por la modernísima iglesia actual.
Engracia Báscones Díez era hija de Timoteo e Isabel y la hermana pequeña de Emilia, la Rubia, la creadora del famoso restaurante La Rubia, cuya semblanza ya se publicó en la Crónica de las Merindades. Había nacido en 1898 en Sasamón, ya que su padre, jefe de servicio de Obras Públicas, había sido destinado temporalmente allí. Regresó con su familia a Villarcayo y vivió algún tiempo en el Vivero, en la carretera de Medina. Casó con Manuel Villanueva, natural de Céspedes, maestro de profesión, que tuvo varios destinos en Villarcayo y en localidades cercanas: Espinosa, Bisjueces, Villalaín y otros. El matrimonio se estableció en Villarcayo y aquí tuvo a sus cinco hijos: Isabel, Severiano, Emilio, Manuel y Felipe. En aquellos tiempos, Manuel Villanueva se hizo con una magnífica motocicleta Harley Davidson con sidecar y en ella realizaba sus desplazamientos a las localidades cercanas. Comentaba a sus amigos, un poco exageradamente, que, cuando viajaba en su Harley con sidecar se encontraba más seguro que en la cama.
Engracia era una mujer de carácter y en los años treinta abrió su café y tienda, que pronto se hicieron indispensables en Villarcayo. En el obrador de doña Engracia, que tenía muy buena mano como repostera, los domingos y festivos se preparaban exquisitos pasteles: canutillos de crema, pasteles borrachos, rosquillas caramelizadas, pasteles de hojaldre de crema y de chocolate, carolinas, conos de merengue, tartas variadas y otras especialidades que hacían las delicias de pequeños y mayores. Los pasteles se exhibían en el escaparate de la tienda, en preciosas bandejas de cristal tallado. Los domingos y festivos, a la salida de misa, los villarcayeses hacían cola en la entrada de la tienda para comprar los pasteles de doña Engracia, que rivalizaban con los de la pastelería de Íñigo, y que luego degustarían a los postres en las comidas familiares domingueras.
En el café, con veladores de mármol y pié de forja, sillas tipo rod cafetín, divanes de terciopelo rojo adosados a la pared, una buena barra y una gran cafetera Pavoni, se hacían tertulias alrededor de unos cafés y unos pastelitos, en ocasiones acompañados por el rico licor de guindas que elaboraba la propia Engracia. Allí, en ocasiones, se pasaban las tardes jugando largas partidas de cartas y de dominó. Los lunes, día de mercado en Villarcayo, adonde llegaban muchas gentes de los pueblos de la comarca, en el café se servían comidas caseras con platos de cuchara como rodones, lentejas, cocido, croquetas, platos fuertes como carne guisada, caza de temporada, trucha y otras ricas especialidades. En las temporadas de caza, a la vuelta de una larga jornada en el campo, muchos cazadores paraban en el café para restaurar fuerzas, presumiendo de sus abundantes trofeos colgados de la percha: conejos, perdices, codornices… En el café se celebraban bautizos de la localidad, en los que abundaban las tartas, los pasteles y el chocolate a la taza que ella preparaba.
La hija mayor de Engracia, Isabel, casó con el médico militar César González del Pino, al que había conocido durante la guerra civil, cuando Cesar estaba en el frente de Espinosa y ella, muy jovencita y como muchas jóvenes de su edad, ayudaba en el hospital de Villarcayo en la atención a los heridos de guerra. Isabel marchó a vivir a Madrid con su marido, quién ejerció la Medicina y ascendiendo en su carrera militar, alcanzó el grado de general de división y fue Jefe de la Sanidad Militar del Ejército.
Con su trabajo y esfuerzo, el matrimonio Manuel y Engracia envió a tres de sus hijos varones a estudiar a Madrid y allí hicieron sus carreras. Severiano, veterinario, casó con Rosina Estébanez y ejerció su profesión en Villarcayo y su comarca. Emilio, médico odontólogo, casó con Ángeles Rio, tuvo su consulta odontológica en Villarcayo y más tarde en Murcia. Felipe (Pin), marino mercante, casó con Rosa María López y, con base en Villarcayo y más tarde en Bilbao, navegó por todo el mundo capitaneando sus barcos. Manuel, que inicialmente trabajó con su madre en la tienda y el café, casó con Solines Ruíz y emprendió luego un próspero negocio en Bilbao, basado en la charcutería villarcayesa. Todos tuvieron descendencia, entre la que actualmente se cuentan dieciséis nietos, varios viviendo en Villarcayo, treinta bisnietos y siete tataranietos.
Engracia enviudó en 1951, pero siguió regentando con energía su café y su tienda, muy querida por sus hijos y nietos y por todos sus convecinos. En los primeros años setenta cerró el negocio y se retiró. Murió en paz a los ochenta y nueve años de edad, dejando un imborrable recuerdo en su familia, amigos y paisanos que tanto disfrutaron de su simpatía, su hospitalidad y de sus habilidades como cocinera y repostera.